La verdad, no sé cómo sucedió. No recuerdo bien si estaba solo o acompañado. Tampoco sé si hubo algo que lo precipitó, u ocurrió así, sin motivo aparente. De lo que sí estoy seguro es de que surgió de forma repentina, súbita y aterradora.

Mis ojos parecieron nublarse, no podía fijar mi vista en nada. Mi corazón empezó a correr como en una especie de huida desesperada. Mi respiración, agitada, no podía proporcionar todo el oxígeno que mi cuerpo parecía necesitar.

Una gran sombra se cernió sobre mí, pareció atraparme en lo más profundo de mi ser. Sentí que esa sombra despiadada me robaba el aliento y sentí dolor en mi pecho. Tal era mi estado, que ni siquiera podía tragar saliva, mi garganta estaba rígida, y yo permanecía maniatado, casi petrificado. No sé muy bien por qué, pero me vino a mi mente la imagen de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal. Tuve miedo, mucho miedo a morir, a que mi corazón se parase de repente o a que mi cerebro sufriese una mortal desconexión.

Quise correr, pero como si de un sueño se tratase, mis pies no se movían de la baldosa a la que parecía adherido. Entonces, me sentí extraño conmigo mismo, apenas podía reconocerme y temí desaparecer, desintegrarme. El sitio en el que me encontraba empezó a dibujar sombras cada vez más siniestras, y los colores perdían su luminosidad e identidad. Todo me parecía irreal, como sacado de la peor de las pesadillas. Y de nuevo sentí miedo, mucho miedo. Miedo a no ser yo, a no poder regresar nunca de ese estado. Sentí como si fuese a perder el juicio, a volverme loco. Creí llegar a un punto de no retorno, como cuando un cuerpo espacial es atraído de forma inexorable y tragado por un cruel agujero negro.

Y entonces, la humedad y el sonido de mis lágrimas, que caían de forma desordenada, me trasladaron al escenario del mayor de los horrores. Sentí tambalearme, aunque no me caí. Temí desmayarme, pero no me desvanecí. Mi vida pareció pasar por delante de mí a gran velocidad, y me atrapó la gran incertidumbre de qué pasaría con mis seres queridos. Me sentí como el niño que, de repente, es consciente de que perdió la mano de su padre estando entre una gran multitud de personas desconocidas.

No sé cuánto tiempo había pasado desde que mis ojos comenzaron a nublarse. No fui consciente de si había alguien a mi alrededor, u orbitaba solo, como un astro en la inmensidad y oscuridad del universo. Ahora solo recuerdo que la voz de un buen samaritano me decía: “respire despacio, lentamente. No se preocupe, no le va a pasar nada”. Dos personas vestidas de blanco me asistían y, sin saber muy bien por qué, me encontraba respirando en una bolsa de plástico.

Fui recuperando mi consciencia y mi identidad. Mi corazón dejó de huir y mi cabeza dejó de volar. Sentí que regresaba, que volvía a ser yo. Poco a poco, salí de una pesadilla sin haber estado durmiendo.

Me notaba muy cansado, casi extenuado. Me dolían las extremidades y el pulso resonaba en mi cabeza. Ahora sí, dejé de sentir miedo y horror.

Había sufrido lo que los expertos denominan Ataque de Pánico. Y aunque fue una de las peores experiencias de mi vida, aprendí algo que me ayudó a superarlo: por un ataque de pánico no iba a morir ni a volverme loco. Por un ataque de pánico nunca dejaría de ser yo ni sería transportado a los confines de un universo oscuro.

Decidí buscar ayuda y permitir que todo quedase en el recuerdo, como un mal sueño.

 

Manuel Oliva  Real
Psicólogo Clínico colegiado M-10935 y Psicoterapeuta EFPA.