Sirenas, luces, cantos, balcones repletos y aplausos. Un solo deseo compartido y un esfuerzo al unísono que trata de empujar hacia la consecución de un logro que toma forma de milagro. Llamadas y consultas con respuestas imprecisas que llenan la mente de incertidumbre, de miedo, de un horror que permanece sobre el hielo. Fuera, llanto y ausencia de abrazos, besos y despedidas. Dentro, idas y venidas, desconcierto máximo, esperas sin final y miradas que no dicen nada o lo dicen todo.

Postrado en una cama y siendo testigo de una dama negra que se pasea sin rubor. Tubos, goteros y listas de espera para conseguir un hálito de vida por medio de un respirador que se ha vuelto más preciado que el mayor tesoro imaginado. Ahogos, lamentos y sábanas que cubren por completo lo que fue una existencia humana. Análisis, fotos del interior, fármacos que tratan de llegar al origen de un daño que surgió de manera inesperada, pero que se abalanzó de forma despiadada.

Angustia dentro de mi ser, angustia dentro del que asiste. Imágenes de conocidos en pantallas que casi no me reconocen. Aliento desde fuera para la lucha, falta de aliento desde dentro. Horas sin dormir, pero llenas de sueños que nadie sabe si se harán realidad.

Datos y estadísticas, previsiones y consejos, medidas que no llegan en una escena apocalíptica. Voces secuestradas bajo una máscara de la que no se sabe su utilidad, manos inundadas de un líquido viscoso, estanterías vacías de lejía. Teléfonos que suenan, llamadas que no responden. Preocupación y esperanza que se venden al mismo precio. Informes y comparaciones con los confines del mundo, sino del universo. Pareceres diversos, hipótesis que no coinciden. Pero una sola realidad, la desesperanza y la caída de unos párpados que tapan la visión de una escena de terror.

Postrado en una cama, con el solo cuidado de quienes aún no saben cómo hacerlo. Astronautas que entran en la habitación y otros que no pueden hacerlo porque no les llega la escafandra. Horas de infierno, turnos que se alargan, lágrimas que ruedan por el suelo y que nadie se atreve a recoger. Cigarros encendidos bajo un rótulo luminosos de urgencias que se agotan sin ser aspirados. Manos que te asisten desde lejos, palabras de ánimo que llegan con retraso frenadas por la densidad de un aire que se ha contaminado.

Suerte dispar, miradas de reojo y algunas de soslayo. Actos de generosidad heroica, extenuación y agotamiento sin más queja que la de unos cuantos bostezos.

La luz del sol me ciega y me recibe un arco iris, pero sobre mí nubarrones negros que me persiguen a pesar de los aplausos y los parabienes. Dentro, solo tormenta y oscuridad. Me invade un sentimiento de culpa, aunque no tenga ninguna. No sé si algunas sábanas serán retiradas o extendidas por completo sobre aquellos con los que compartí un espacio concurrido y a la vez vacío.

Reflexiones, ansiedad, tristeza y flashbacks de un campo de batalla. Insomnio y pesadillas. Falta de apetito y debilidad extrema. Sensación de irrealidad y de ausencia de un “yo” conformado. Una silla, una mesa por delante y alguien con la cara tapada que me escucha. Y me agarro a esa mascarilla que habla ofreciéndome un consuelo en forma de consejos y empatía. Ella sabe bien qué se esconde detrás de un alma que sufre. Y día a día me siento cuidado como lo fui cuando estuve dentro, aunque ahora es mi espíritu el que debe ser reparado.

Al fin una sonrisa, un descanso, un alivio. El sueño sereno me coge desprevenido y mi despertar matutino me recibe con un café unas tostadas y un dulce. Me visto, me enfundo unos guantes y una mascarilla. En uno de mis bolsillos, un spray de un gel anticovitos. Y allí, delante una vez más de la mascarilla consejera, un agradecimiento y un deseo: déjame esa máscara para que yo también pueda desvelar algunos secretos que desvanezcan pesadillas.

 

Manuel Oliva Real.