¿Cuántas veces te has enfrentado a una situación en la que tenías que hacer algo y no has hecho hasta el último momento?

Se me ocurren muchas situaciones cotidianas de este tipo. Estudiar un examen, hacer un trabajo de clase, hacer un informe para tu jefe, cocinar la receta que llevas queriendo hacer desde hace dos meses, hacer el cambio de armario, dejar de fumar…

Ya ves. Se trata de situaciones que, a priori, no parecen complicadas o que, probablemente, ya hemos hecho antes. Sin embargo, cuando tenemos que hacerlas algo dentro de nosotros nos para liza. Nos dice “todavía tengo tiempo” o “tengo que hacer esa otra cosa menos importante pero más gratificante”. Y así lo hacemos. Por eso, cuando algo se nos impone podemos escoger dos caminos: hacerlo en el momento o hacerlo más tarde. Y hoy hablaremos de lo segundo. Sí.  De la procrastinación.

En principio, parecería lógico hacer primero aquello que es más importante. Y, de hecho, así lo hacen algunas personas. Esas que estudian sus exámenes con bastante tiempo de antelación, esas que redactan los informes del trabajo antes del domingo a las 23:00h o las que se obligan a hacer algo y lo hacen. Sin embargo, están esas otras personas que, a pesar de tener la misma urgencia de realizar una tarea y, cabe decir, el mismo tiempo, deciden atrasarla. Y, por supuesto, esto último no les supondría un problema si no fuera porque hacerlo es un arma de doble filo.

A medida que el reloj corre y la fecha límite de la tarea se acerca la ansiedad empieza a aumentar. Y sentimos cada vez más presión, más malestar y los pensamientos del tipo “deberías haberlo hecho antes” empiezan a revolotear por nuestra cabeza cada vez con mayor intensidad.

Pero, si procrastinar nos hace sentir tan mal ¿por qué lo hacemos?

Los seres humanos pensamos y sentimos. Y no podemos controlar aquello que pensamos ni aquello que sentimos. Por eso, cuando intentamos mantener a raya pensamientos o emociones que nos hacen sentir mal evitándolos, lo único que logramos es que vengan con más fuerza todavía.

Y por esto mismo, si tenemos que estudiar para un examen y nos supone cierto agobio, lo menos recomendable sería dejar el estudio para el día siguiente. Es decir, procrastinarlo. Porque, aunque momentáneamente nos sintamos liberados de la carga, a la mañana siguiente ese agobio será todavía mayor. Sin embargo, esta es la única explicación de que hagamos esto. Lo dejamos todo para mañana porque momentáneamente nos sentimos mejor.

Y lo hacemos así porque, a pesar de ser personas inteligentes, nadie nos ha explicado cómo funcionan nuestras emociones. Y el lenguaje de las emociones, a pesar de ser diferente, es más intuitivo de lo que creemos.

Por eso, cuando nos sentimos mal porque no hemos hecho algo que teníamos que haber hecho, nuestro cuerpo nos avisa para que dejemos de procrastinar y por ende, volvamos a sentirnos bien. Así de sencillo. Así de complicado.

Nuestro malestar nos avisa que tenemos que enfrentarnos a algo desagradable para después estar mejor. Y no al revés, como solemos hacer. Para que cojamos la cajetilla de tabaco y, a pesar de que un cigarrillo nos sentase genial en ese momento, decidamos dejar de fumar. Para que, si nos agobia un examen, a pesar de que poder estudiarlo en otro momento nos quite un peso de encima, decidamos hacerlo con tiempo y con calma.

Porque cuando nos sentimos mal por algo, la solución no está en huir sino en enfrentarnos. Y por ello, solo deberíamos permitirnos procrastinar algo.

Procrastinar la procrastinación.

 

Miriam Olea
Psicóloga