La enfermedad terminal lleva implícito el final de vida. Sin eufemismos, ese estado de enfermedad desemboca en la muerte, una realidad de la que nadie puede escapar. Sin embargo, evitamos con frecuencia hablar sobre estas circunstancias porque nos generan dolor y un sufrimiento que, erróneamente, consideramos gratuito.

¿Nos hemos preguntado cómo se siente la persona en un estado de enfermedad terminal? ¿Hemos considerado realmente cuáles son sus miedos y lo que en verdad necesita en los momentos de su cercanía a la muerte? ¿Creemos que es útil comunicarse abiertamente con la persona acerca de su situación?

Los expertos nos dicen que el miedo de la persona que se encuentra en una situación terminal no es a la muerte per sé, sino al sufrimiento y a la desintegración de la propia identidad. A ello se le suma otra gran incertidumbre: “¿qué será de mis seres queridos?” No obstante, pensamos que es mejor no tratar abiertamente el tema con la persona y, por ello, es fácil caer en la llamada conspiración del silencio, que no es más que caer en el mutismo acerca de la gran realidad: enfermedad y muerte.

Todos corremos el riesgo de caer en esta conspiración, desde el personal sanitario hasta la propia familia. Y todo en un intento por no sufrir y no hacer sufrir de un modo supuestamente innecesario. Y, ¿por qué evitamos hablar sobre ello con la persona? Podemos considerar varias razones:

  • No queremos que la persona sea consciente de la gravedad de su enfermedad. Creemos que es mejor que no lo sepa para evitarle sufrimiento.
  • Pensamos que merece la pena mantener la esperanza hasta el último momento, esperando casi un milagro que nunca llega.
  • Nos resistimos a aceptar la muerte como una realidad ineludible.
  • Nos resulta difícil responder a preguntas que la persona en final de vida nos pueda hacer.

¿Pero realmente somos conscientes de las consecuencias de este mutismo? Muchas personas no quieren saber realmente su estado, se encuentran en una negación ante la cual tampoco tiene sentido forzarles a saber.

Pero ¿qué ocurre con las personas que sí quieren saber y conocer su situación? ¿Y con aquellos que realmente quieren compartir este momento final y despedirse de los suyos? ¿Y qué pasa con quienes necesitan cubrir sus necesidades antes de morir en paz?

En muchas ocasiones las personas no tenemos la oportunidad de despedirnos, ni el enfermo ni sus allegados.

Se dan situaciones tan raras como injustas, como decirle al enfermo que tiene muy buen aspecto cuando en realidad se encuentra con un gran deterioro. ¿Pensamos, acaso, que el enfermo ignora su situación? ¿Tan seguros estamos de que no sabe que se muere?

Hagamos una reflexión, solo una:

Imaginemos que vamos a realizar un viaje en tren muy largo y que estaremos lejos de nuestros seres queridos por mucho tiempo. Imaginemos que todos ellos acuden a la estación para acompañarnos en ese momento y esperan, en el andén, a que el momento de partida se produzca.

Y llega el momento y tenemos que subir al tren. Y de pronto observamos que todos aquellos que han venido acompañándonos, están de espaldas a nosotros y permanecen absortos en sus temas y conversaciones. Tratamos de hablar con ellos, pero parece que no nos escuchan. Pero tenemos que subir al tren porque es la hora, no hay tiempo para más.

Y una vez en el tren sacamos nuestra cabeza por la ventanilla y tratamos de llamar la atención de nuestros acompañantes para decirles adiós: pero nadie se da la vuelta, nadie se despide. El tren se aleja hasta que los perdemos a todos de vista, y no hemos podido hablar con nadie.

Soledad absoluta, vacío inmenso, partida anónima.

¿Cómo creemos que nos sentiríamos ante tal circunstancia? En efecto. Pues así ha de sentirse quien parte definitivamente desde la llamada conspiración del silencio.

El enfermo terminal necesita cubrir una serie de necesidades: físicas, psicológicas, espirituales, logísticas y prácticas, y personales. ¿Por qué negarles este derecho? El hecho de cubrirlas le facilitan el proceso de morir: más serenidad, menos angustia e incertidumbres, menos sufrimiento físico y psicológico. Pero resulta que, para los allegados, la oportunidad de despedirse, de hablar abiertamente sobre la enfermedad y la muerte, facilita la elaboración posterior del duelo.

Hemos pasado de la muerte en casa a la muerte impersonal en un hospital. La persona en proceso terminal puede perder su propia identidad ya desde su estancia en la habitación donde, a veces, ve comprometida su propia dignidad. Y todo ello, a pesar de los esfuerzos de los profesionales sanitarios por evitarlo.

La muerte se escapa por la puerta de atrás de los hospitales para luego disfrazarla en los tanatorios.

Permítanme invitarles a leer un mini relato:

Noche de verano

La verdad es que no sé decir cuánta gente habría allí dentro, pero por el alboroto, y no sé si alborozo, debían de ser muchos. Luz blanca para mí, pero al otro lado, iluminación tenue. Desconozco el motivo de tal diferencia o incluso agravio hacia mí. No me gusta ese tipo de luz, me agota, hace que mis ojos se nublen y que llegue a sentir un ligero pero molesto dolor de cabeza.

Al principio solo podía escuchar cierto bullicio, pero no entendía nada de lo que las personas presentes decían. Se alzaban sollozos, pero también risas. Se escuchaban suspiros y también bostezos. En algún momento me pareció escuchar el tintineo de cristales, como en un brindis, aunque no sé muy bien qué se celebraba. Me sentía ajeno a todo, pero protagonista a la vez. Desde luego, si era el cumpleaños de alguien, seguro que no era el mío. O ¿quizás sí? Lo desconozco. Supongo que da lo mismo. 

Muchas preguntas, pocas respuestas. Muchos abrazos, muchas palabras. Y un interrogante: ¿cómo había llegado hasta aquí? Lo cierto es que no recuerdo ni cuándo ni cómo vine a este lugar de celebración; creo que algo se celebraba, pero tampoco lo puedo afirmar con rotundidad. A mí nunca me han gustado las celebraciones. Me parecen aburridas. Muchas son por compromiso, otras por obligación y el resto por devoción mal entendida, al menos a mi juicio. Además, en las celebraciones muy especiales hay que tener en cuenta el atuendo a exhibir si no quieres ser objeto de crítica o incluso de rechazo. Hay que considerar, para dicho atuendo, si es verano o invierno, si es de día o de noche, si hay protocolo o libertad. No sé, para lo ocasión yo iba vestido con un traje negro y una camisa blanca; de la corbata no podría decir el color exacto por culpa de la maldita luz blanca. Atendiendo a mi aspecto, debía de ser celebración de noche porque, de no ser así, podría estar desentonando. Lo que digo es una tontería sin sentido, porque un traje oscuro, en un hombre, siempre es oportuno y elegante en cualquier tipo de celebración o evento. Las mujeres lo tienen más difícil. Al menos eso creo yo a la vista de las vueltas que le dan a la hora de elegir el aspecto final. No tengo duda entonces, debíamos estar en un acto nocturno porque la mayor parte de las mujeres allí presentes lucían trajes oscuros y solemnes. Interesante cuestión la del protocolo, las formas y maneras, y las reglas o normas. Lo que sí me sorprendió fue la ausencia de maquillaje, muy propio de las mujeres. Bueno, tampoco quiero ser exquisito, ni mucho menos, crítico.

Pero, por favor, ¿por qué no apartan de mí esta luz? Al menos, la temperatura era baja, más bien fría. Caí en la cuenta de que estaba funcionando el aire acondicionado. Ya sí que no podía tener la más mínima duda: era una noche de verano. El verano siempre me gustó. Días largos, noches cortas. La gente gasta mejor humor, aunque los humos se incrementan proporcionalmente a la subida de los grados en el termómetro. Pero no todo puede ser perfecto, e Incluso el verano tiene sus inconvenientes, aunque yo los mojo en las olas del mar siempre que puedo, resultando un placentero bálsamo de muchos de los sinsabores que el año me regala.

Mucha gente pasa delante de mí, algunos cariacontecidos, y me dedican algunas palabras que me cuesta entender, supongo que por el alto volumen de las voces de los asistentes al acto. Lo que sí echo en falta es algo de música, que no ha de estar ausente en cualquier acto que se precie. No sé qué tipo de música vendría bien en este momento, aunque creo que lo mejor sería alguna pieza clásica de violín para crear un ambiente menos ruidoso y más armonioso. Pero los organizadores sabrán. Donde hay patrón, no manda marinero. Odio esta frase, no sé por qué me ha venido a la cabeza. 

Vaya, por fin algo de comer: canapés. Yo prefiero un buen jamón cortado a cuchillo, pero no voy a estar buscando pegas contantemente. Parece que los asistentes tienen hambre, la bandeja ha llegado hasta mí completamente vacía. No pasa nada, tampoco tengo hambre, aunque sienta vacío en el estómago. Lo que sí siento es sed, espero que no me den de beber en una esponja empapada en vinagre, como a aquel al que llamaron Maestro.

La gente entra y sale constantemente del salón, lo cual me pone un poco nervioso. ¿Por qué no pueden ser algo más respetuosos con los demás? Hacen levantarse a unos, apartarse a otros. No se dan cuenta de que molestan. En uno de esos intentos, un invitado casi me vierte encima su vaso lleno. Al menos le oí decir claramente “lo siento”. Eso está bien, que se pida perdón. Ahora que lo digo, las personas que celebran este acto son bastante educadas, al margen de los pesados que entran y salen, ya que piden perdón y lanzan cumplidos por doquier: lo siento, de verdad, lo que necesites ya sabes, tenemos que vernos más, venga ánimo, y cosas parecidas. Me gusta la gente así, solo si es sincero claro está.

De repente, silencio. Pensé que alguien iba a lanzar un discurso. Estaba expectante.

Tan solo oí un estruendo. Apagaron la luz blanca al fin y me quedé a oscuras. Solo pude oír con claridad, y al unísono de los invitados, una palabra: Amén.

 

En un próximo artículo, desarrollaremos muchos de los aspectos mencionados en el presente, y ofreceremos algunas pautas que pueden ayudarnos a afrontar la muerte y elaborar nuestro duelo, permitiendo además que la persona en final de vida afronte su propia muerte con un menor sufrimiento.

 

 

 

 

Manuel Oliva Real

Psicólogo clínico

Colegiado Nº M-10935